El largo giro a la derecha
Por Rubén Zárate.
La facción de la derecha liberal liderada por Javier Milei nació negando la política y avanzó cuestionado al Estado, los derechos sociales y laborales, las regulaciones del mercado y la hipótesis soberana para fortalecer la moneda nacional. En la última semana, a la diatriba contra las universidades públicas como “centros de adoctrinamiento”, agregó su propuesta de eliminar instituciones que garantizan bienes públicos como el Ministerio Nacional de Educación.
Sin sorpresas pero con dudas
Esto no debería sorprender tanto ni considerarlo como una expresión de coyuntura, aislada y pasajera. Las dudas que surgen en dirigentes populares y progresistas sobre si responder o no a estos planteos con el argumento de no darle entidad, son inconsistentes con el escenario político.
Al contrario de lo que señalan los estrategas del marketing y la comunicación política del mainstream, el debate político e ideológico es cada vez más necesario para protagonizar de forma deliberada la construcción de sentidos, más si se pretende incidir en las relaciones de fuerza para dar viabilidad a proyectos transformadores, tendientes a ampliar derechos sociales y consolidar lo público.
La naturalización de la pobreza estructural y el debilitamiento de los bienes públicos, pasando por la aceptación de la defensa de los privilegios económicos de sectores poderosos, hasta la actual irrupción del Presidente de la Corte Suprema de Justicia en el control del Consejo de la Magistratura son indicios claros del largo giro a la derecha que la sociedad argentina y una parte de la política vienen protagonizando.
La falta de impugnación ciudadana más decidida a la subordinación, jueces, fiscales, agentes de inteligencia y medios de comunicación para controlar la oposición posibilitó una agresiva agenda conservadora entre 2015-2019 basada en el alineamiento con los sectores conservadores de EEUU, el acuerdo con los grupos empresariales concentrados del país y el sector financiero internacional. La deuda con el FMI, la pérdida del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones y el incremento de las ganancias empresariales, son ejemplo de esto.
Desde 1983 fueron quedando rastros de los debates no solo entre grandes bloques políticos sino también al interior de cada una de las fuerzas y coaliciones. En algunos momentos las relaciones de fuerza interna facilitaron que las perspectivas más populares se impongan a las más conservadoras y en otras fue al contrario. Si esta semana el peronismo celebró la recuperación del control nacional de YPF como una herramienta de soberanía energética, no es posible olvidar que tal celebración ocurre en un nuevo escenario configurado con las privatizaciones de fines del siglo XX.
La punta del iceberg
La novedad no es el deslizamiento a la derecha de la política argentina y de muchas de sus instituciones, sino el nivel de autonomía que “el fenómeno libertario” va adquiriendo en relación a las grandes estructuras políticas nacionales, así como su eficacia en identificar solo a sus dirigentes como “la casta”, cuidando de no incluir en ese concepto despectivo a otros poderes como el judicial.
Hasta ahora las agendas neoliberales criollas inspiradas en el “Consenso de Washington” tuvieron los matices de la legitimación parcial y contradictoria de los grandes partidos históricos; ya existen balances maduros sobre el rol del peronismo en los 90 en el gobierno de Carlos Menem y de sectores del radicalismo en esta década con Macri.
También existen balances provisorios sobre los gobiernos de Néstor Kirchner, de Cristina Fernández de Kirchner y ahora de Alberto Fernández respecto de la solidez de las estrategias y los resultados para cambiar más profundamente estas tendencias neoliberales. Profundizarlos parece cada vez más necesario.
En la medida en que se empieza a asumir que “los libertarios” son la punta de un iceberg que crece en una sociedad permisiva con emergentes autoritarios y antiderechos, es posible que este balance crítico, aún pendiente de los partidos nacionales de raíz popular, sea cada vez más urgente por la salud de la democracia y no tanto por el destino separado de cada uno de ellos o sus dirigentes.
No basta tomar nota de la mayor capacidad electoral de la derecha, es necesario analizar también las formas en las que se da la disputa sobre la construcción del sentido común en el mediano plazo. No hacerlo favorece la mayor eficacia en la instalación de sus agendas en desmedro de la producida por quienes sostienen la centralidad del Estado democrático como organizador y tutela de los derechos sociales y ciudadanos.